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lunes, 7 de enero de 2013

¡Ya lo Tenemos!




 Con la ayuda de Alberto Giacometti, entendimos todo.  (PROA)


Por primera vez en mi vida, la obra de un artista me sirve para algo. Giacometti y sus desfiguradas cabezas, cuerpos gigantográficos y objetos funcionales pero desagradables- según su propio juicio-  me dieron la explicación de por qué fracasan las relaciones humanas de cualquier tipo. O si no fracasan, por qué suponen tanto conflicto.
Giacometti a mi entender es el maestro del manejo del espacio entre el modelo (una víctima del proceso), la obra y él. En la película “¿Qué es una Cabeza?” basada en escritos de Jean Genet, se lo veía al artista pintar con un pincel largo y finito, con el brazo extendido, cosa que debe haber sido muy difícil y cansadora. Y este manejo del espacio es crucial para avalar mi tesis de hoy.
Giacometti se enfrascaba en observar a un objeto (principalmente cabezas) por horas, días, años. Decía no saber lo que era una cabeza. Y ya había esculpido varias. Lo que él quería lograr, y logró, era representar a un objeto despojado de toda objetividad realista. Lo que los surrealistas decían, pero llevado a extremos inclasificables. El ejemplo más claro de esta visión es la representación- repetidísima- de la figura de Isabel Delmer. Primero en cabezas, después en bustos y las últimas en reproducciones pequeñísimas. Claro. La última vez que la vio- enamorado hasta la médula de ella estaba el artista- fue a la distancia. Y el tamaño de la imagen de Isabel quedó en su recuerdo así: diminuta. Y la retrató Alberto Giacometti. Conclusión: Isabel es diminuta.

Entonces, el objeto se representa meramente como la proyección de lo que él desea, necesita o con lo que esté encaprichado. Yo sé que no estoy descubriendo la pólvora, pero ésta es la clave de por qué las relaciones humanas marchan tan mal. El objeto humano que tenemos en frente es el lienzo donde desparramamos todos nuestros miedos, deseos, gustos y caprichos- esto último mayormente. Por eso, de acuerdo con el capricho que estemos atravesando vamos a crear una imagen del sujeto frente a nosotros. Eso reduce o expande la importancia que tendrá dicha persona en nuestras vidas, función y forma que le asignemos – y ellos a nosotros. Terrorífico, ¿eh? Si comprendemos esta simple premisa, se puede vivir la vida sin sobresaltos ni culpa.
         Entonces, mirando la obra Grande Femme IV, la que más me impresionó, pienso: “Yo no necesito ser ESA, con sus curvas pronunciadas, sus piernas de dos metros, su cintura diminuta, sus brazos finísimos.”  Porque ya comprendimos que la visión del artista, o de quien sea, está errada de tal manera que la representación poco se parece al objeto real. Es sólo la representación de lo que un objeto le hizo sentir bajo específicas circunstancias y el resultado pudo haber sido otro si los factores hubieran sido alterados. Y hacer coincidir los caprichos de uno y otro sería la clave del éxito en cuestión de relaciones humanas. Una lotería verdaderamente.
         Sigo viendo cabezas reducidas, deformes, estiradas, de bronce, de yeso, entre señoras que murmuran y arrastran tanques de oxígeno- sí, se los juro que es verdad. Pero yo me voy con el secreto bien guardado. Igual, un par de tiros al aire: Sin el arte africano, estos surrealistas no habrían sabido por dónde empezar. Y esto no lo digo yo. Chinua Achebe lo viene diciendo hace décadas.

                                                                                     Hartobia

4 comentarios:

  1. Herkbecht Susan Romero7 de enero de 2013 a las 9:17

    ¿O sea que la unión de dos caprichos es el amor o el deseo?

    ¿O sea que el arte es la mirada caprichosa que busca el amor o el deseo?

    Herkbecht Susan Romero

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  2. Podría verlo así.

    El capricho es un elemento escencial.

    Hartobia

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  3. ¡Son deformidades monstruosas!

    Prim Prudish

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  4. ¿Nosotros, o los caprichos?

    ¿O las obras?


    Hartobia

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