Elogio a la Puntualidad
Ayer una señorita llegó tarde a una cita a
cenar en casa. Una hora y diez minutos tarde. Las llegadas tardes a cualquier
cita me ponen de mal humor, decididamente. La gente que llega tarde es una raza
de seres especiales, en general, egoístas; a veces entusiastas, desbocados por
la acumulación de encuentros; a veces, tímidos irremediables a los que les
encanta pedir perdón. Cuando la gente va a la casa de uno (o la oficina, o el
club, o a donde sea que uno esté), se vuelven especialmente insolentes pues
asumen que, como estoy en casa, como estoy en la oficina, no tengo nada que
perder por esperarlos.
Pero no es así.
Nada que ver.
Como uno está esperando no se pone a leer, no
se pone a cocinar, no se pone a escribir o no se pone a hacer nada porque sabe
que en cualquier momento lo van a interrumpir. Y cuando se trata de una comida,
pues bien se puede malograr el evento, arruinando sabores y texturas,
degradando la digestión.
Señores y señoras dilatantes: no hay perdón
para tamaña ofensa: quiero decidir yo qué hacer con mi tiempo, esté donde esté,
incluso en mi casa.



