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martes, 16 de abril de 2013

Apuntes sobre festivales y conciertos en tiempos de desidia popular.


La hora de los ineptos y permitentes






Dice el dicho que una persona es lo que come. Otro que los amigos son los que están siempre en las buenas y en las malas. Hay mucho dichos populares pero creo que la gente son los hechos que produce para generar su ser y no lo que la literatura y las revistas de moda, tendencias y vanguardia dicen que somos.

Veamos.

Amigos no son los que te llaman si no los que te atienden el teléfono. Uno no es lo que come, es lo que caga. Uno no es lo que declara ser, uno es lo que es. Uno no es sus teorías ad hoc para justificar sus actos: es sus actos. Uno no es lo que su contexto promueve si no el contexto que decide construirse. Uno no es el vino que dice que tomó o va a tomar o leyó que debería tomar según su presupuesto: es el vino que toma. Uno es los alimentos sólidos y líquidos que se mete en el cuerpo; uno es los sonidos que permitimos entren por nuestras oídos; somos el frío o calor que dejamos que nos invada, los aromas, los colores. Definitivamente, si vamos a un concierto que es malo por la baja calidad del artista o por la baja calidad de producción o por la baja calidad del contexto o porque compramos una campaña de marketing berreta es porque somos lo que somos y no por el otro justificante. Yo soy yo. Nosotros somos nosotros. Como somos aparte también meros consumidores o enterados o periodistas o productores o artistas. ¿Por qué hacemos las cosas? Las hacemos para buscar la felicidad. Para algunos es la experiencia sensible; para otros el consumo; otros ni saben. ¿Por qué no hay agua en los baños en un festival de música electrónica? ¿Por qué no hay control estatal de la calidad de las drogas en un festival en el que definitivamente éstas van a ser consumidas? 

¿Por qué se contrata a barras bravas para la seguridad? ¿Por qué se hace un concierto intimista de piano y voz al aire libre con cinco grados de temperatura? ¿Cuándo un concierto se volvió una commodity? ¿Cómo fue que un concierto se convirtió en un producto perfectamente mensurable y predecible? ¿Por qué a un artista de culto que toda su vida fue introspectivo hay que verlo aterido de frío y con el sonido evanescente del viento de río? ¿Por qué no se suspende un festival en medio de una tormenta? ¿Por qué el público aun hoy genera violencia para entrar gratis? ¿Por qué el escenario principal de un festival está en el extremo superior de una explanada en subida que le impide ver bien a todo el mundo? ¿Por qué la calidad del sonido en los eventos es con suerte regular? ¿Por qué una banda de música bailable intensa toca en el contexto desabrido de un festival de rock o en una discoteca pero a las diez de la noche cuando todavía ni bajaste la comida? ¿Por qué la calidad técnica está casi siempre por debajo de las necesidades mínimas o se realizan eventos en lugares no aptos para el mismo o de baja calidad estructural? ¿Cómo se vinculan todas las preguntas anteriores con la calidad institucional del estado, las fuerzas vivas de la sociedad, los valores éticos y morales de la ciudadanía? ¿Cómo es que podría continuar con tantas preguntas respecto a la calidad de la música popular y su contexto durante horas? En el marco del capitalismo tardío triunfante, en el marco del capitalismo neoliberal de consumo, pues bien: somos lo que consumimos. Con esta diatriba reclame su calco de regalo.

Me cuenta mi amiga Isabelle Graw en su ensayo ¿Cuánto vale el arte?, Mercado, especulación y cultura de la celebridad: “El neoliberalismo no produce ya individuos sometidos y disciplinados, si no que nos hace internalizar sus normas y objetivos, que tendemos a considerar como normales o deseables. Incluso si logramos identificar la naturaleza espúrea de esos ideales, somos receptivos de ellos, y a menudo nos sometemos a ellos a pesar incluso de nuestro juicio.”


José González

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