Elogio a la Puntualidad
Ayer una señorita llegó tarde a una cita a
cenar en casa. Una hora y diez minutos tarde. Las llegadas tardes a cualquier
cita me ponen de mal humor, decididamente. La gente que llega tarde es una raza
de seres especiales, en general, egoístas; a veces entusiastas, desbocados por
la acumulación de encuentros; a veces, tímidos irremediables a los que les
encanta pedir perdón. Cuando la gente va a la casa de uno (o la oficina, o el
club, o a donde sea que uno esté), se vuelven especialmente insolentes pues
asumen que, como estoy en casa, como estoy en la oficina, no tengo nada que
perder por esperarlos.
Pero no es así.
Nada que ver.
Como uno está esperando no se pone a leer, no
se pone a cocinar, no se pone a escribir o no se pone a hacer nada porque sabe
que en cualquier momento lo van a interrumpir. Y cuando se trata de una comida,
pues bien se puede malograr el evento, arruinando sabores y texturas,
degradando la digestión.
Señores y señoras dilatantes: no hay perdón
para tamaña ofensa: quiero decidir yo qué hacer con mi tiempo, esté donde esté,
incluso en mi casa.
Y con las nuevas tecnologías aparecen los
nuevos egoístas, los nuevos despreocupados por el prójimo, los auténticos
indolentes: los que te suspenden una cita por correo electrónico sin esperar
respuestas a la misma, asumiendo que uno lee emails todo el día.
Desvergonzados e indolentes, ya lo dije.
Es tan importante mi tiempo que una vez escribí
mi curriculum con este apartado:
“Para entender de donde vengo y hacia donde voy
podemos decir que hasta los 40 años pasé 1 año y 25 días en colectivos, 12 días
en subterráneos, 12 días en taxis, 14 días en el auto de mi amigo Krypto, 9
días en aviones, 2 días en barcos y 50 minutos en teleférico. Además recorrí
unos 12000 Km. en bicicleta y muchos más caminando. Luego dejé de contar. También
perdí el tiempo de manera irrecuperable en diversas actividades: 82 horas en
ascensores, 112 horas esperando la luz verde del semáforo, 953 horas aguardando
a gente que llegaba tarde a mi encuentro.”
Sé (ahora tarde) que en las horas en colectivo
hubiese podido escuchar; por ejemplo, los 1001 discos que hay que escuchar
antes de morirse; o hubiese podido sacar 1001 fotos de los techos de Buenos
Aires aguardando la luz verde en los semáforos; o bien mudarme a una casa en
planta baja; o bien escribir 1000 páginas (una por hora) de una novela que
podríamos llamar, simplemente, La Espera.
Lunes 3 de septiembre de 2012
Rusky
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