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miércoles, 3 de abril de 2013

El Horror en Tres Actos Transportados



¡Te podès callar, por favor!




El otro día iba haciendo mi recorrido por medios, lo que en la jerga industrial de la música se llama “hacer prensa”, cuando mi exasperación brindó un espectáculo donde el espanto y el horror serían poco menos que una anécdota.
Paz
Colectivo número uno, 168, hacia Belgrano, la exasperación: una señorita de unos 35 años hablaba a los gritos con su novio sito en Hurlingam. Cada cartel le suscitaba un comentario. “¡Ay!, toca Kiss, ¿Vamos Gordo? Dale, no seas malo, trabajá un poco más así ahorrás y me comprás la entrada… ¡Uy!, mirá, en el colectivo de al lado una mina está mirando la Gente con Tinelli y la Guille, ¿qué mal amigo, viste? Es un desastre, sí, … Sabina y Serrat en Boca… trabajá un poco más así ahorrás y me comprás la entrada. Dale, no seas malo…”
“Disculpe señorita, ¿podría gritar un poco menos?”, le digo.
Mirada despectiva: “Te tengo que cortar gordo, ya bajo.”
Y se baja. ¡Se baja! Miradas aprobatorias de los circunstanciales compañeros de viaje.
Colectivo número 2, 151, hacia Congreso: el espanto: una señorita espantosa, de quijada sobresaliente, se arrima al fondo y grita: “¡Ay, Marcelo, que casualidad! ¡Justo pensaba en vos! ¡¿Cómo andás?! ¡¿Estrenaste ya?!”
“Ay, re bien,” le dice Marcelo, también a los gritos, y se pone a contarle lo mal que le va con su grupo de teatro independiente, pero que de todos modos está por estrenar en el San Martín, que le va re bien, etc. Repite juntas siete veces en sólo cinco minutos las palabras tipo y que, dejando como legado la horrenda frase “Tipo que vamos a estrenar el 29 una obra tipo que, tipo que no sé, tipo Beckett.”
Les pido que bajen un poco el tono de voz, lo hacen muy amables, se bajan dos paradas después. Mirada de aprobación de mis compañeros circunstanciales de viajes y tibio aplauso de una señora muy mal vestida.

Colectivo número tres, 152, de la Boca hacia el norte, a la altura de Recoleta, la catástrofe: una joven de unos 30 años vestida de madre, de blanco, a los gritos, le dice vía celular a su amiga sita en el barrio de Belgrano que ese muchacho no le conviene, que no pude ir a jugar dos veces por semana al paddle, que no puede los viernes tomar un aperitivo temprano con sus amigos, que hace seis meses que salen, que se tiene que poner las pilas, que ese muchacho la va a hacer sufrir, que sus amigos son unos tarados que sólo quieren hacer asados los domingos y que no, que no lo conviene, que no la ve, que no puede salir todo el tiempo, que sus amigos, que es su novia, que se haga respetar, que tiene que conocer ya a su madre, que así no da. La interrumpo sin más, sin gracia, sin modales, y sin más protocolo le digo, algo irritado, algo fuerte –no demasiado-, contundente mi tono de voz:
“¡¿Por qué no dejás que se arreglen solos, dejás de proyectar tus deseos de vieja solterona o por lo menos lo hablás en privado, idiota?!”
Silencio. Las miradas de mis compañeros circunstanciales de viaje tienen un dejo de atemorización acompañado de aprobación contenida. Sería imposible describir la mirada de la gente, pero reconfortaba. “Te tengo que cortar”, se escucha apenas. Lagrimeando toca el timbre y se baja en la primer parada. La gente me mira ahora realmente horrorizada. Me siento culpable -no mucho. Una chica se distingue en la multitud. Me observa. Me sonríe hermosa. En un impulso que me es inusual me le acerco y le pregunto intuitivamente si conoce lo suficiente Buenos Aires. Me dice no estar segura. Actualmente es mi novia francesa y conoce un poco mejor la ciudad.

                                                                                     Rusky

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