¡Te podès callar, por favor!
El otro día iba haciendo mi recorrido por
medios, lo que en la jerga industrial de la música se llama “hacer prensa”,
cuando mi exasperación brindó un espectáculo donde el espanto y el horror serían
poco menos que una anécdota.
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| Paz |
Colectivo número
uno, 168, hacia
Belgrano, la exasperación: una señorita de unos 35 años hablaba a los gritos
con su novio sito en Hurlingam. Cada cartel le suscitaba un comentario. “¡Ay!,
toca Kiss, ¿Vamos Gordo? Dale, no seas malo, trabajá un poco más así ahorrás y
me comprás la entrada… ¡Uy!, mirá, en el colectivo de al lado una mina está
mirando la Gente con Tinelli y la Guille, ¿qué mal amigo, viste? Es un desastre,
sí, … Sabina y Serrat en Boca… trabajá un poco más así ahorrás y me comprás la
entrada. Dale, no seas malo…”
“Disculpe señorita, ¿podría gritar
un poco menos?”, le digo.
Mirada despectiva: “Te tengo que
cortar gordo, ya bajo.”
Y se baja. ¡Se baja! Miradas
aprobatorias de los circunstanciales
compañeros de viaje.
Colectivo número 2,
151, hacia Congreso:
el espanto: una señorita espantosa, de quijada sobresaliente, se arrima al
fondo y grita: “¡Ay, Marcelo, que casualidad! ¡Justo pensaba en vos! ¡¿Cómo
andás?! ¡¿Estrenaste ya?!”
“Ay, re bien,” le dice Marcelo, también a los
gritos, y se pone a contarle lo mal que le va con su grupo de teatro
independiente, pero que de todos modos está por estrenar en el San Martín, que
le va re bien, etc. Repite juntas siete veces en sólo cinco minutos las palabras
tipo y que, dejando como legado la horrenda frase “Tipo que vamos a
estrenar el 29 una obra tipo que, tipo que no sé, tipo Beckett.”
Les pido que bajen un poco el tono
de voz, lo hacen muy amables, se bajan dos paradas después. Mirada de
aprobación de mis compañeros circunstanciales de viajes y tibio aplauso de una
señora muy mal vestida.
Colectivo número
tres, 152, de la Boca
hacia el norte, a la altura de Recoleta, la catástrofe: una joven de unos 30
años vestida de madre, de blanco, a los gritos, le dice vía celular a su amiga
sita en el barrio de Belgrano que ese muchacho no le conviene, que no pude ir a
jugar dos veces por semana al paddle, que no puede los viernes tomar un
aperitivo temprano con sus amigos, que hace seis meses que salen, que se tiene
que poner las pilas, que ese muchacho la va a hacer sufrir, que sus amigos son
unos tarados que sólo quieren hacer asados los domingos y que no, que no lo
conviene, que no la ve, que no puede salir todo el tiempo, que sus amigos, que
es su novia, que se haga respetar, que tiene que conocer ya a su madre, que así
no da. La interrumpo sin más, sin gracia, sin modales, y sin más protocolo le
digo, algo irritado, algo fuerte –no demasiado-, contundente mi tono de voz:
“¡¿Por qué no dejás que se
arreglen solos, dejás de proyectar tus deseos de vieja solterona o por lo menos
lo hablás en privado, idiota?!”
Silencio. Las miradas de mis
compañeros circunstanciales de viaje tienen un dejo de atemorización acompañado
de aprobación contenida. Sería imposible describir la mirada de la gente, pero
reconfortaba. “Te tengo que cortar”, se escucha apenas. Lagrimeando toca el
timbre y se baja en la primer parada. La gente me mira ahora realmente
horrorizada. Me siento culpable -no mucho. Una chica se distingue en la
multitud. Me observa. Me sonríe hermosa. En un impulso que me es inusual me le
acerco y le pregunto intuitivamente si conoce lo suficiente Buenos Aires. Me
dice no estar segura. Actualmente es mi novia francesa y conoce un poco mejor
la ciudad.
Rusky

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