Un Millón de Moscas no pueden estar Equivocadas; Retrospectiva de Damien Hirst en el Tate Modern
A mí me encanta que me hagan sentir
incómoda. Me gusta que me insulten en la cara y que no me den permiso por la
calle. Pero lo que hace Damien Hirst va más allá de mis expectativas de urbana
malhumorada.
Ante todo, vemos materiales de
diferentes series (Natural History, Pahrmacy, para nombrar algunas) lo cual nos
deja imaginando que el factor unificante es el nombre del artista y nada más. Y
seguido de esa reflexión, se nos presenta un largo camino hacia la incomodidad
de sentirse atascadamente y orgánicamente humanos.
Las primeras vitrinas, de acrílico
inmenso, muestran peces inmóviles, como congelados en plástico. ¡Qué bueno que
son peces! Porque como ya dijo
Kurt Cobain: “It’s OK to eat fish, ‘cos they don’t have any feelings.” Así que también debe
estar OK matarlos para hacer una instalación. Pero veo más vitrinas, con un
tiburón. Y me asusta un poco. Pero, bueno, es un pez, es malo; si estuviera
vivo, me comería. Bah, algo habrá hecho. En la próxima sala, veo una vaca. Un
poco pequeña. Claro, qué pena. (¿Pero si la ves en una parrilla te da tanta
pena?) Ehhh, bueno, no sé. Sigo avanzando porque estoy en Londres y esta tarde va
a ser hermosa, y esta noche tengo una fiesta, y hace calor, y estoy de
vacaciones, ¡Está cortada por la mitad! ¡En diferentes vitrinas!
¡Longitudinalmente! Y su supuesta madre también. Al lado. Trago saliva y paso
por entre las dos mitades. Identifico órganos internos. Inmediatamente lo
transporto a nuestro propio cuerpo. Huyo de la sala con algo de angustia.
Un olor
un poco pútrido hasta para la capital Europea me llama la atención, pero mi
nariz sudamericana supone que se habría roto algún aire acondicionado. Pero…
algo se pudre. Es una vitrina con una cabeza de vaca. En un charco de sangre.
En estado de descomposición. Acompañada por un coro de moscas. Me acerco y
trato de sacar cuanta imagen pueda mientras el olor me lo permita. ¿Hacía
falta?
Entro a
un mausoleo de acero quirúrgico. Estantes hasta el techo repletos de
instrumentos que dan miedo, como pinzas, bisturíes, serruchos, en fin. Todo lo
que usted pueda imaginar que su médico necesita después de administrarle
anestesia. Los que pasamos por alguna operación, no podemos más que sentir el
acero cerca del hueso, ahí donde quedaron las cicatrices. El cuerpo recuerda. Y
esos instrumentos, algunos de antaño, también recuerdan. Hay utensilios de
dentista también. Pero el morbo puede más. Observo las pinzas más grandes, las
sierras más descomunales, otros instrumentos inentendibles que sólo imagino
doblegando carne que va a dejar de ser humana en cualquier momento. Es hora de
pasar a otra sala.
Pastillas.
Fármacos. Cajas con leyendas. Aparentemente, el artista vació cuanto botiquín
de pariente difunto que haya podido encontrar y se armo una instalación-
vademacum gráfico que haría feliz a cualquier estudiante de medicina. Y no me
llama mucho la atención mirar cajas y etiquetas. Me voy a la sala de al lado.
Me esperan grandes pinturas de puntos en serie de colores. ¡Claro! ¡Los efectos
de los fármacos! Bueno, al menos ahora sí, me puedo relajar que no voy a ver
nada más perturbador.
La
próxima sala está llena de mosaicos símil
bizantinos pero hechos con alas de mariposas de las más lisérgicas
combinaciones de colores. (Mensaje: la naturaleza crea cosas más poderosas que
la química humana.) Ahora bien, ¿Qué onda con todas las mariposas muertas? (En
seguida, después de haber visto los aceros a los que hay que enfrentarse, las
pastillas que hay que tomar, pensamos: hubiera nacido mariposa y sufría menos.
¡Qué frágil que es la vida! ¡Lo que cuesta mantenerla!)
Paso a
una sala cálida. Con humedad tropical simulada por un artefacto, cortinas de
plástico transparente, crisálidas en la pared, plantas y … mariposas volando!
¡Sueltas! Odio a los insectos, por más vestido que lleven puesto. Huyo, con un
alarido de esa sala del infierno.
Hirst me
hizo pasar por todos los miedos que supone tener un cuerpo mortal sin alas. (O
sea, la muerte y la incapacidad de poder escapar de un bicho) Aunque pasé la
tarde a la sombra de la Torre de Londres, sintiendo la fragilidad de los
condenados a muerte en otros siglos, reconozco que vale la pena ser
traumatizado por la obra de este lunático. Al menos una vez en nuestra
miserable, corta y endeble vida.
Hartobia
Londres, Tate Modern
Agosto, 2012
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