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sábado, 10 de noviembre de 2012

¿Era Necesario?



  Un Millón de Moscas no pueden estar Equivocadas; Retrospectiva de Damien Hirst en el Tate Modern


A mí me encanta que me hagan sentir incómoda. Me gusta que me insulten en la cara y que no me den permiso por la calle. Pero lo que hace Damien Hirst va más allá de mis expectativas de urbana malhumorada.
         Ante todo, vemos materiales de diferentes series (Natural History, Pahrmacy, para nombrar algunas) lo cual nos deja imaginando que el factor unificante es el nombre del artista y nada más. Y seguido de esa reflexión, se nos presenta un largo camino hacia la incomodidad de sentirse atascadamente y orgánicamente humanos.
         Las primeras vitrinas, de acrílico inmenso, muestran peces inmóviles, como congelados en plástico. ¡Qué bueno que son peces! Porque como ya dijo Kurt Cobain: “It’s OK to eat fish, ‘cos they don’t have any feelings.” Así que también debe estar OK matarlos para hacer una instalación. Pero veo más vitrinas, con un tiburón. Y me asusta un poco. Pero, bueno, es un pez, es malo; si estuviera vivo, me comería. Bah, algo habrá hecho. En la próxima sala, veo una vaca. Un poco pequeña. Claro, qué pena. (¿Pero si la ves en una parrilla te da tanta pena?) Ehhh, bueno, no sé. Sigo avanzando porque estoy en Londres y esta tarde va a ser hermosa, y esta noche tengo una fiesta, y hace calor, y estoy de vacaciones, ¡Está cortada por la mitad! ¡En diferentes vitrinas! ¡Longitudinalmente! Y su supuesta madre también. Al lado. Trago saliva y paso por entre las dos mitades. Identifico órganos internos. Inmediatamente lo transporto a nuestro propio cuerpo. Huyo de la sala con algo de angustia.

         Un olor un poco pútrido hasta para la capital Europea me llama la atención, pero mi nariz sudamericana supone que se habría roto algún aire acondicionado. Pero… algo se pudre. Es una vitrina con una cabeza de vaca. En un charco de sangre. En estado de descomposición. Acompañada por un coro de moscas. Me acerco y trato de sacar cuanta imagen pueda mientras el olor me lo permita. ¿Hacía falta?
         Entro a un mausoleo de acero quirúrgico. Estantes hasta el techo repletos de instrumentos que dan miedo, como pinzas, bisturíes, serruchos, en fin. Todo lo que usted pueda imaginar que su médico necesita después de administrarle anestesia. Los que pasamos por alguna operación, no podemos más que sentir el acero cerca del hueso, ahí donde quedaron las cicatrices. El cuerpo recuerda. Y esos instrumentos, algunos de antaño, también recuerdan. Hay utensilios de dentista también. Pero el morbo puede más. Observo las pinzas más grandes, las sierras más descomunales, otros instrumentos inentendibles que sólo imagino doblegando carne que va a dejar de ser humana en cualquier momento. Es hora de pasar a otra sala.
         Pastillas. Fármacos. Cajas con leyendas. Aparentemente, el artista vació cuanto botiquín de pariente difunto que haya podido encontrar y se armo una instalación- vademacum gráfico que haría feliz a cualquier estudiante de medicina. Y no me llama mucho la atención mirar cajas y etiquetas. Me voy a la sala de al lado. Me esperan grandes pinturas de puntos en serie de colores. ¡Claro! ¡Los efectos de los fármacos! Bueno, al menos ahora sí, me puedo relajar que no voy a ver nada más perturbador.
         La próxima sala está llena de mosaicos símil  bizantinos pero hechos con alas de mariposas de las más lisérgicas combinaciones de colores. (Mensaje: la naturaleza crea cosas más poderosas que la química humana.) Ahora bien, ¿Qué onda con todas las mariposas muertas? (En seguida, después de haber visto los aceros a los que hay que enfrentarse, las pastillas que hay que tomar, pensamos: hubiera nacido mariposa y sufría menos. ¡Qué frágil que es la vida! ¡Lo que cuesta mantenerla!)
         Paso a una sala cálida. Con humedad tropical simulada por un artefacto, cortinas de plástico transparente, crisálidas en la pared, plantas y … mariposas volando! ¡Sueltas! Odio a los insectos, por más vestido que lleven puesto. Huyo, con un alarido de esa sala del infierno.
         Hirst me hizo pasar por todos los miedos que supone tener un cuerpo mortal sin alas. (O sea, la muerte y la incapacidad de poder escapar de un bicho) Aunque pasé la tarde a la sombra de la Torre de Londres, sintiendo la fragilidad de los condenados a muerte en otros siglos, reconozco que vale la pena ser traumatizado por la obra de este lunático. Al menos una vez en nuestra miserable, corta y endeble vida.
                                                                                       
                                                                                                   Hartobia
                                                                                   Londres, Tate Modern


                                                                                              Agosto, 2012

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