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jueves, 1 de noviembre de 2012

Vive rápido, muere joven y deja una obra ininteligible.



En su momento fue transgresor; ahora me aburro. 

Apuntes sobre  ¡Que Viva la Música! de Andrés Caicedo.




            Andrés Caicedo sita su novela en un vaivén insano de términos indiferentes para un lector que no sea Colombiano. Y a una velocidad que merece el paladeo de cada una de estas lisérgicas construcciones verbales (taponar el llanto, himno de los pepos, cejón y dientón). La curiosidad puede más que el prejuicio y se sigue leyendo.
Lo que resulta chillón contra el fondo uniforme y pegajoso del clima caribeño son las faltas de ortografía para emular la oralidad (los quiero ver zapatiar), las imperdonables asimilaciones del inglés al castellano (el mancito era de mi estatura, bluyines), y la insostenible aparición de diminutivos innecesarios (calzoncitos, su gotica, y allí, ellita) La justificación de semejantes transgresiones puede darse en el hecho de que la narradora es un claro símbolo hibridado entre la música Colombiana tradicional y Between the Buttons entre otros discos de los Rolling Stones. Las citas de letras icónicas se ven envilecidas por un castellano vernacular. ¡Ah! La narradora. ¿Había necesidad de crear una pacata inocentona niña bien de Colombia para que experimente con drogas alucinógenas cuando todo lo que se necesitaba era un drogadicto protagonista? ¿Hacía falta, especialmente si tal narradora jamás llega a la esencia misma de la música que escuchan y crean sus adorados cofrades? Soy de la opinión de que el mero autor habría constituido un narrador más creíble. Que un autor aficionado a las drogas de diseño nos presente su novela por medio de una primera persona principiante que se asoma por casualidad al universo de la psicodelia musical termina por limitar y subestimar al lector.

Sin embargo, la hibridez del dialecto, el glossing (es decir, el dejar palabras sin traducir a un lenguaje estándar) pueden considerarse recursos contradiscursivos propios de las comunidades postmodernas y, para quien pueda soportarlo, post- coloniales. Por un lado, el de los adolescentes a fines de los 60s, mientras sentían que su tiempo pasaba más lento que el de otros adolescentes en otras partes más afortunadas del mundo. El lenguaje híbrido es su manera de establecer una identidad endeble ante las amenazas del primer mundo. Por otro lado, la figura de la narradora que se asoma gradualmente a un mundo químico e irregular, contrastando con su pasado resguardado y acomodado, puede metonimizar la inserción de un país Latinoamericano en una escena mundial donde se hacía el amor y no la guerra. La idea de que el color es subversivo en culturas tales como la Anglosajona queda sin efecto en lugares como Colombia. De ahí la necesidad de buscar la subversión por medio del lenguaje y de la apropiación de los códigos hippies (pobremente simbolizados por canciones de los Rolling Stones).
De algún modo, Andrés Caicedo busca una identidad sepultada en ideas importadas del norte, y la encuentra en un castellano tan torcido como adictivo. El lector se pierde, no importa si se comprende el contenido de semejante rejunte. Pero de repente, el sonido de las palabras amontonadas se vuelve paladeable, hipnotizante y cautivante. Y deja de tener un significado fijo, porque todo se narra tan rápido. Que vivan la juventud y las incoherencias que salvan de a ratos a esta novela.

                                                                                                       Prim Prudish Buenos Aires, Octubre, 2012


PS: ¿Habría salido editado en la Argentina este libro si no lo hubiera hecho una editorial colombiana? 
PS 2: ¿Se aburrirán como yo Quintín, Diego Lerer y Martín Pérez?

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