En su momento fue transgresor; ahora me aburro.
Apuntes sobre ¡Que Viva la Música! de Andrés Caicedo.
Andrés
Caicedo sita su novela en un vaivén insano de términos indiferentes para un
lector que no sea Colombiano. Y a una velocidad que merece el paladeo de cada
una de estas lisérgicas construcciones verbales (taponar el llanto, himno de
los pepos, cejón y dientón). La curiosidad puede más que el prejuicio y se
sigue leyendo.
Lo que resulta chillón contra el
fondo uniforme y pegajoso del clima caribeño son las faltas de ortografía para
emular la oralidad (los quiero ver zapatiar), las imperdonables asimilaciones
del inglés al castellano (el mancito era de mi estatura, bluyines), y la
insostenible aparición de diminutivos innecesarios (calzoncitos, su gotica, y allí,
ellita) La justificación de semejantes transgresiones puede darse en el hecho
de que la narradora es un claro símbolo hibridado entre la música Colombiana
tradicional y Between the Buttons entre otros discos de los Rolling Stones. Las
citas de letras icónicas se ven envilecidas por un castellano vernacular. ¡Ah!
La narradora. ¿Había necesidad de crear una pacata inocentona niña bien de
Colombia para que experimente con drogas alucinógenas cuando todo lo que se
necesitaba era un drogadicto protagonista? ¿Hacía falta, especialmente si tal
narradora jamás llega a la esencia misma de la música que escuchan y crean sus
adorados cofrades? Soy de la opinión de que el mero autor habría constituido un
narrador más creíble. Que un autor aficionado a las drogas de diseño nos
presente su novela por medio de una primera persona principiante que se asoma
por casualidad al universo de la psicodelia musical termina por limitar y
subestimar al lector.
Sin embargo, la hibridez del
dialecto, el glossing (es decir, el dejar palabras sin traducir a un lenguaje
estándar) pueden considerarse recursos contradiscursivos propios de las
comunidades postmodernas y, para quien pueda soportarlo, post- coloniales. Por
un lado, el de los adolescentes a fines de los 60s, mientras sentían que su
tiempo pasaba más lento que el de otros adolescentes en otras partes más
afortunadas del mundo. El lenguaje híbrido es su manera de establecer una
identidad endeble ante las amenazas del primer mundo. Por otro lado, la figura
de la narradora que se asoma gradualmente a un mundo químico e irregular,
contrastando con su pasado resguardado y acomodado, puede metonimizar la
inserción de un país Latinoamericano en una escena mundial donde se hacía el
amor y no la guerra. La idea de que el color es subversivo en culturas tales
como la Anglosajona queda sin efecto en lugares como Colombia. De ahí la
necesidad de buscar la subversión por medio del lenguaje y de la apropiación de
los códigos hippies (pobremente simbolizados por canciones de los Rolling Stones).
De algún modo, Andrés Caicedo busca
una identidad sepultada en ideas importadas del norte, y la encuentra en un
castellano tan torcido como adictivo. El lector se pierde, no importa si se
comprende el contenido de semejante rejunte. Pero de repente, el sonido de las
palabras amontonadas se vuelve paladeable, hipnotizante y cautivante. Y deja de
tener un significado fijo, porque todo se narra tan rápido. Que vivan la
juventud y las incoherencias que salvan de a ratos a esta novela.
Prim
Prudish Buenos Aires, Octubre, 2012
PS: ¿Habría salido editado en la Argentina este libro si no lo hubiera hecho una editorial colombiana?
PS 2: ¿Se aburrirán como yo Quintín, Diego Lerer y Martín Pérez?
PS 2: ¿Se aburrirán como yo Quintín, Diego Lerer y Martín Pérez?

Una latineada, no?
ResponderEliminarHartobia